Llevaba un año en mi nuevo trabajo en la enseñanza. Había sido mucho más duro y difícil de lo que me habría imaginado, y comenzaba un nuevo curso cargado de novedades e incertidumbres, cuando a finales del primer trimestre llegó la noticia: mi padre tenía cáncer. Nada más enterarnos, antes de salir del hospital, nos juntamos toda la familia y pusimos la situación a los pies de Dios. Nosotros no teníamos fuerzas ni capacidad para enfrentarnos a ese problema. Los siguientes meses los pasamos entre el hospital y casa (a 70km de distancia). Mi hermana acababa de tener otro bebé y no podía pasar tiempo en el hospital. Mi madre pasaba día y noche al lado de mi padre, y yo, que trabajaba justo al lado del hospital, me acercaba cada hueco libre que encontraba a hablar con los médicos o a acompañar a mis padres. Solía comer con mi madre y quedarme con ellos en la habitación hasta por la tarde, que venía mi hermana el rato que podía. A mitad de semana, con mucho esfuerzo, conseguíamos que mi madre se fuera a casa a intentar dormir algo o, por lo menos, salir un rato del hospital. Entonces yo me quedaba en la habitación por la noche con mi padre y por la mañana me iba a clase directamente desde allí. El fin de semana nos dejaban llevárnoslo a casa hasta la siguiente semana. Momentos duros que llegaron a acumularse hasta el punto de tener, durante varios días, a mi padre, mi madre, mi suegro y mi suegra hospitalizados todos a la vez. Muchas tardes mi mujer se hacía cargo de mis hijas y mis sobrinos para que mi hermana pudiera ir al hospital, y yo no llegaba hasta la hora de cenar… que iba seguida de preparación de clases para el día siguiente.
La oportunidad
Pasaron varios meses así, hasta que los médicos decidieron operar a mi padre. Ese día yo organicé todo para que los alumnos se fueran antes y yo pudiera ir al hospital. Mientras me preparaba para salir, surgió una conversación con mi compañero, recientemente contratado para dar clase en mi ciclo formativo. Habíamos estudiado la misma carrera, él en el curso anterior al mío, pero pasaba más tiempo con nosotros que con sus compañeros de curso. Yo le apreciaba y admiraba su trabajo y por eso, cuando surgió la oportunidad, le llamé para que se presentara a la plaza que se ofrecía en mi colegio. Él se sentía muy agradecido y me mostraba mucho respeto. Mientras hablaba con él, me llamó mi hermana para decirme que había surgido una urgencia y que ese día no operarían a mi padre. Por un lado, sentía que se estaba retrasando la posible solución, y por otro entendía perfectamente las necesidades que podía tener alguien que requería ser atendido antes que mi padre. También estaba ese falso alivio cuando se te plantea la idea de retrasar un poco aquello a lo que te da miedo enfrentarte. El caso es que decidí quedarme en el colegio hablando con mi compañero.
El riesgo
Reconozco que aunque comprendo la gran comisión de “ir y hacer discípulos” como algo de todos los seguidores de Cristo, yo no tengo esa facilidad para ser capaz de sacar el tema y hablar con las personas que hay a mi alrededor. Incluso cuando veo la necesidad, le pido a Dios que me lo ponga fácil, porque sé que de mí no va a salir. En este caso, ni había visto la necesidad, ni había orado al respecto cuando mi compañero sacó la conversación. Me comentó que había visto un reportaje en la televisión sobre cristianos evangélicos o protestantes y que, sabiendo que yo compartía esas creencias, pensó en preguntarme sobre ellas directamente a mí. Así surgió una conversación sin demasiada importancia que llegó, no sé cómo, al tema de la creación. Solo verme la cara me dijo algo así como: “¡No me vas a decir ahora que tú crees…!” En ese momento me di cuenta de que con lo que dijera a continuación podría perder su respeto de un plumazo. Entonces decidí rápidamente que si iba a arriesgarme en esa conversación, no iba a ser por demostrar tener razón, o por convencerle de la posibilidad de que el universo no se puede hacer solo, sin la participación de un Ser superior… Si me iba a jugar su respeto, su amistad o mi imagen para él a partir de ese momento, la apuesta debería ser más alta: su alma.
Matrix
Me acordé en ese momento de la película de Matrix. A los dos nos encantan los cómics y la ciencia ficción, y conocíamos bien esa película que había dejado una huella perdurable en el tiempo. En ella hay una escena en la que al protagonista, que lleva toda la vida buscando una respuesta, le ofrecen dos pastillas de diferente color. Si elige la azul, se levantará al día siguiente como si esa conversación hubiera sido un sueño y su vida continuará como siempre. Pero si se toma la roja, obtendrá la respuesta a la pregunta que le golpea la cabeza cada día: conseguirá la verdad que siempre ha buscado. Así que lancé un órdago: “Mira, si vamos a hablar de esto, que sea de algo que merezca la pena. ¿Recuerdas la escena de las pastillas de Matrix? Pues yo tengo dos pastillas: si eliges la azul, cambiamos de tema y continúas tu vida como hasta ahora. Pero si eliges la roja te contaré algo que puede cambiar tu vida hasta el punto de que nunca vuelva a ser igual.” “Elijo la roja”, me dijo. Creo que más por curiosidad que por otra razón. “Mira mi reloj, si te digo que se ha hecho solo, por mucho que te diga que ha sido a través de millones de años, no lo creerías. Muchísimo más complejo es el universo, el cerebro, o un ojo que puede ver. Solo pueden existir si hay una Inteligencia superior que los diseña. La llamamos Dios. Si existe como tal un Ser así… no se le puede comprar. Igual que al hombre más rico del mundo no le puedes ofrecer dinero para controlarlo o convencerlo, nadie puede decir delante de Dios que está a la altura o que le debe algo por portarse bien un día o mil. Todos hemos hecho algo malo o pensado algo malo o “simplemente” vivido sin tenerle en cuenta. Somos culpables ante Él y nunca podremos pagar. Son malas noticias. Pero Dios no se ha quedado ahí: mandó a su Hijo a pagar en la cruz mis deudas para que yo, aceptando ese sacrificio en mi lugar, pueda acercarme directamente a este Ser superior sin miedo, y vivir su salvación para siempre. Puede parecerte fácil, pero somos demasiado orgullosos como para reconocer que no damos la talla o para dejar que otro pague por nosotros. Seguimos pensando que podemos solos.”
La respuesta
Se hizo entonces un silencio. Mi compañero me miró fijamente a la cara y dijo algo que yo jamás podría haberme imaginado: “¡¿por qué no se lo dices a todo el mundo?!” No supe qué responder. Yo estaba alucinando. Le dije que yo no sabía cómo, pero él había entendido algo que le iba a obligar a tomar una decisión y que no iba a poder estar tranquilo hasta que lo hiciera. Al día siguiente me preguntó que si yo era adivino, que no había podido quitarse de la cabeza esa historia. Desde entonces comenzamos a hacer unos estudios bíblicos básicos. Cada cosa que veíamos era alucinante para él. Era como si hubiera encontrado la pieza que le faltaba para responder sus preguntas. “Todo encaja”, me decía. Yo alucinaba más aún que él. Un día me dijo una frase que nunca he olvidado: “¿por qué a mí?” Me hizo darme cuenta de que mi compañero del trabajo había entendido el Evangelio de una manera que yo, hijo de creyentes, nunca había experimentado. Yo iba contando el proceso en mi iglesia y pidiendo oración por él. Fue muy especial para todos, aún sin conocerle, no solo por la alegría de ver un pecador que se arrepiente, sino porque se convirtió en un ejemplo de motivación para compartir el Evangelio. Todos querían tener un “José Luis” en su vida, alguien en quien ver el poder del Evangelio a través de sus ojos. Como los niños que se asombran con todo y nos recuerdan el valor de las pequeñas cosas, así mi amigo nos ayudaba a ver las maravillas de nuestra propia fe.
La demostración
Mi padre murió poco después y tras el entierro, al que asistió mi amigo, él me dijo: “Ahora veo que todo lo que me has dicho no solo es cierto, sino que hace una diferencia real en la vida cuando llegan momentos como estos…”.
No importa demasiado tu capacidad, ni tu labia, ni tu compromiso, ni tus conocimientos, ni tu preparación: ahí fuera Dios tiene preparado a alguien que solo necesita que le indiquen hacia dónde mirar. Él hará el resto. Como dice la Biblia: “He aquí que yo soy el SEÑOR, Dios de toda la humanidad. ¿Habrá alguna cosa difícil para mí?” Jeremías 32:27
Andrés Vaquero Moreno es profesor de Artes Gráficas como trabajo, atleta por necesidad, artista gráfico por ilusión, evangélico por herencia y nacido de nuevo por misericordia.