La historia de conversión al Evangelio que mejor conozco es la mía propia. Si la cuento aquí no es por lo impactante que fue, como ocurre en los casos de delincuentes o drogodependientes, sino por las características de las personas que me llevaron a conocer el plan de salvación que Dios tenía preparado para mí.

De familia religiosa católica, internado en un seminario desde los diez años, a los dieciséis decido salir para “ver el mundo desde fuera” y luego volver con las ideas claras y entregarme definitivamente a mi vocación de sacerdote misionero. A los diez y ocho no tengo claras las ideas todavía y opto por ingresar en la universidad, aunque para ello tenía que pasar los tres meses de verano trabajando en una mina de carbón para financiar el resto de año. No quería detraer de los recursos familiares lo que podrían necesitar mis seis hermanos menores para completar sus estudios, pero sí quería alcanzar una formación académica que me permitiera aportar algo en el momento de volver a la Congregación. Con estos detalles sólo quiero indicar que yo era lo que se suele considerar “una buena persona”. Los PP Combonianos habían hecho un buen trabajo conmigo y yo les estaba (y sigo estando) muy agradecido. Y sin embargo estaba intranquilo, buscaba algo más, algo que llenara ese vacío que sentía dentro de mí y que no sabía cómo llenar.

Visitaba algunas parroquias para confesarme

El primer año en la universidad viví en un colegio mayor de frailes jesuitas a quienes exponía mis inquietudes. También visitaba algunas parroquias para confesarme y buscar consejos satisfactorios. En todas las ocasiones me decían que era una buena persona y que siguiera adelante. De hecho, me imponían penitencias muy flojas: rezar unos padrenuestros y poco más. Luego pasé a vivir en pisos compartidos con otros estudiantes y mis principios se fueron relajando poco a poco, pero seguía creyendo en Dios y participando en algunas prácticas religiosas. Mis compañeros, aunque educados también en seminarios, habían dejado de creer y se habían enganchado a la corriente revolucionaria. Era la época de la transición política hacia la democracia con una Constitución recién estrenada. Las largas tertulias nocturnas en el piso, a veces con visitas de estudiantes de otros pisos, tenían como tema central la política. Había que romper las estructuras de la pasada dictadura; había que aniquilar a la Iglesia Católica por haberla apoyado; había que echar a los imperialistas (los americanos); había que establecer un sistema comunista; y había que olvidarse de Dios, que era el culpable de todos los males. Yo, aunque no compartía sus posturas extremas, tampoco tenía argumentos para rebatirlas, principalmente debido a mi ignorancia. También solía ser el objeto de sus ataques, sobre todo porque me resistía a dejar de creer de Dios.

Cierto día, a solas con uno de mis compañeros, me puso a Jesús como ejemplo de revolucionario. Él solía repetir la frase “a los imperialistas, ni agua”, refiriéndose a los americanos y sus bases militares en España. Entonces me vino a la mente ese pasaje de los evangelios en que le preguntaron a Jesús si había que pagar los impuestos al César o no. Le dije que si Jesús hubiera sido un revolucionario de su estilo habría contestado con su frase favorita: “a los imperialistas, ni agua”, mientras que los que contestó fue “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Él aseguraba que esa no había sido la respuesta, yo que sí, él que no… hasta que se le ocurrió ir a llamar a un conocido de su Facultad de Historias que vivía a la vuelta de la esquina con otros estudiantes. Le conocía precisamente porque llevaba en el bolsillo de la camisa o de la cazadora vaquera un Nuevo Testamento. Era el adecuado para sacarnos de la discusión con datos objetivos. Yo también le conocía de verle comprando el pan y la leche debajo de casa y de verle, al pasar por el bar de la esquina, tomando su café y su copa de coñac, y fumándose su puro rossli con otro compañero. Pues ahí se presentó, en mi habitación, con un Nuevo Testamento que manejaba con gran habilidad, y enseguida encontró el pasaje. Ante la evidencia, mi compañero objetó algunos argumentos y nos dejó solos.

Mi primera pregunta fue ¿por qué lees la Biblia?

Me costaba relacionar a aquel joven con la Biblia. No tanto porque le conocía de verlo en el bar bebiendo y fumando, sino porque nunca me había encontrado con alguien que llevara una Biblia y la leyera, ni siquiera en el seminario. Yo mismo era un fumador de paquete diario y si no bebía era porque tenía problemas de estómago. En ese sentido el extraño era yo que, en cierto modo, me sentía limitado por no poder beber alcohol. Lo verdaderamente llamativo de ese joven estudiante era su conocimiento de la Biblia y su interés por exhibirla. Así que mi primera pregunta fue ¿por qué lees la Biblia? Y su respuesta inmediata: porque es la Palabra de Dios. ¡Vaya sorpresa! ¿Acaso no sabía yo que la Biblia es la Palabra de Dios? ¿Acaso no lo oía decir al final de cada lectura que se hacía en las misas? Pues sí, yo creía que la Biblia era la Palabra de Dios, pero nunca la había leído directamente. Entonces, ante mi interés por el asunto, mi nuevo amigo me hizo una exposición del mensaje del Evangelio que me llevó al convencimiento de que yo no era un hijo de Dios conforme a los textos que me iba leyendo. A pesar de que todo me sonaba familiar, nunca había sido consciente de que la clave de todo se encuentra en aceptar a Jesús como salvador personal, como el único camino a Dios. De pronto me pareció que todo eso que estaba oyendo era lo que yo estaba buscando desde hacía algunos años.

Todavía tardé algunas semanas en hacerme con una Biblia y también en relacionarme con el joven y sus amigos porque antes quería estar seguro de mi corazonada. Antes había estado en contacto con Testigos de Jehová, Mormones y Bahá’is y no me había podido identificar con sus creencias, aunque como personas me resultaban atractivos. Prefería estar seguro antes de arriesgarme a meter la pata otra vez, de modo que, llegadas las vacaciones de Semana Santa, cogí un poco de ropa y mi nueva Biblia y salí a la carretera en dirección Andalucía. Era muy habitual lanzarse a viajar “a dedo” en aquella época, aunque yo sólo lo había hecho en casos de necesidad. Ahora lo hacía en busca de pruebas de que Dios era un ser real y que iba a cuidar de mí. Pasé horas parado en algunos cruces de carreteras o al lado de una gasolinera, pidiéndole a Dios que se manifestara de alguna manera. Efectivamente, Dios proveyó en los momentos oportunos para que alguien se apiadara de mí y me recogiera camino del sur: una furgoneta llena de jóvenes fumando porros; otra furgoneta con jóvenes que se dirigían a Marruecos a comprar hachís, pero que me dejaron dormir en un colchón mientras el conductor lo hacía sentado y apoyado en el volante al llegar a Sevilla; un autobús de línea conducido por un policía nacional porque estaban en huelga los conductores y que no cobraban el billete que me habría dejado sin fondos para llevarme algo a la boca; y el regreso a Valladolid, desde Almuñécar, en el coche de un amigo que se había ido a pasar el fin de semana con su amante, una mujer casada que le había dicho a su marido que se iba con unas amigas.

Una persona con una vida que no llamaba la atención

Como dije al principio, el interés de esta historia no está tanto en la forma en que yo me convertí, ni más ni menos que leyendo la Biblia como tantos otros de mi generación. Lo curioso es que fue a través de una persona con una vida que no llamaba la atención por su espiritualidad, pero que exhibía la Biblia y hablaba del Evangelio siempre que tenía oportunidad. Y Dios lo usó. Y también Dios usó a personas nada espirituales para mostrarme su control de las circunstancias y su interés por que yo le reconociera. Y, sobre todo, usó la Biblia para darse a conocer a mí, y más tarde la usaría para ir perfilando mi conocimiento de Él y los cambios que tendría que ir haciendo en mi vida, con independencia de los modelos de cristianos de mi entorno.

No estoy despreciando la importancia de ser buenos modelos de vida cristiana a la hora de evangelizar. La santidad es un deber irrenunciable de todo cristianos, pero que nuestra “santidad” no sea un impedimento para alcanzar a otras personas. El poder está en la Palabra de Dios. “La fe es por el oír y el oír por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17).  ¡Hagamos lo posible para que la Palabra de Dios sea conocida!

Alberto Bores es pastor de la Iglesia Evangélica Comunidad Cristiana Camino de Vida en Valladolid. Ha participado y colaborado en muchas campañas de Decisión junto con su esposa Gloria García.

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